26 de septiembre de 2010

Los mundos posibles de Valentina Sandoval

Por Álvaro Belin

Sostenidos en la tenue frontera que separa el esplendor y la catástrofe, el sueño y la realidad que los sueña, el mundo y su representación contenida en un signo, el abandono y la huida, la salvación y la condena, los personajes creados por Valentina Sandoval con la magia del fuego y de la arcilla parecen atrapados en un momentum puro e irrepetible, como si la historia de sus vidas imaginarias se detuviera de súbito para obligarnos a inventar el antes y el después, el pecado y su castigo, la travesía penosa y su redención, el universo que los dote de una materialidad que están lejos de poseer.

Pese a su filiación antropomorfa, figurativa, las piezas escultóricas de la ceramista están más cerca del concepto que de la representación. Poseedoras de esa mixtura todavía posible en una sociedad que uniforma, de rasgos externos que delatan la pertenencia a las muy diversas tribus humanas, estos seres imaginarios parecen reclamar un espacio al margen de la imposición de modelos y se reconcentran en sus divagaciones, en un diálogo rico en ensoñaciones y relatos, cuando no en la invocación de universos paralelos, como en el caso del brujo mexicano que ha sido atrapado en la transición de sus pases mágicos.

Hechos a una sola quema de alta temperatura, en que se fraguaron directamente su materia y la variedad cromática de sus ropajes, pareciera que su creadora quiso resguardar la esencia de sus figuras eximiendo su piel de barnices y engobes, como si con ello quisiera manifestar la validez universal del hombre, independientemente del concepto racial que lo confronta. Salvo en el caso del indígena maya, cuyos tatuajes faciales lo remiten a su esencia más ancestral para ser confrontada con los efectos del comercio cultural de su territorio, en que es víctima del estereotipo impuesto por el turismo, las demás piezas muestran sólo el color de la arcilla sometida al fuego.

En ellos, la tosquedad de sus facciones contrasta con la manufactura de sus ornamentos. Este prodigio, posible gracias a la combinación de arcillas y papel –que permite la utilización de finas láminas sin que las altas temperaturas las destruyan durante su quema–, permite un equilibrio maravilloso en que se unen la poesía y la dura naturaleza. Su paleta de colores, siendo moderada, nos imanta y permite concentrarnos en los relatos que subyacen en la expresión y en la actitud de estos seres siempre dispuestos a seguir de largo en su propio crono.

Aunque a primera vista pareciera que estamos ante seres atormentados, marginados en su otredad, vagabundos en sus propias alucinaciones y circunstancias, condenados a una soledad que imaginamos irreductible, una observación más detenida nos permite encontrar en la actitud de los personajes una gran carga de alegría y de esperanza, de comunión, de introspección maravillosa donde lo que se pone a prueba es el milagro de la imaginación.

Sólo habrá que observar cómo viaja por universos impredecibles el joven que vuela en el columpio, o el que se maravilla al observar cómo crece el pasto, o quien valora si mantiene la máscara o se muestra como es, o aquel que recostado en la tierra parece observar boquiabierto la comba sideral o el otro que quiere pigmentar su piel con los rayos solares para ser más hermoso, para reconciliarnos con la vida.

Con este trabajo, la ceramista Valentina Sandoval consolida su quehacer creativo y nos jala de la solapa para que veamos otros mundos posibles, donde el tráfago inmisericorde que vivimos no existe, no se oye, no se ve, no nos afecta.

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